Tamborrada en Hellín

Llegué a Hellín sobre las doce y media de la mañana de un Miércoles Santo. Quería asistir a una tamborrada típica de Semana Santa, de las que se celebran en algunos pueblos de Aragón, como Calanda, y de Castilla La Mancha, como Tobarra o Hellín. Inmediatamente me dirigí a mi hotel, el Hotel-Restaurante Reina Victoria, donde me atendió un señor que parecía ser el dueño y que, después de comprobar en unas hojas escritas a mano que yo tenía una habitación reservada, me hizo firmar en un vetusto libro de registro.
Dejé la maleta en la habitación y salí a dar una vuelta antes de comer. Lo primero que me llamó la atención fue el hecho de que en la puerta de todos los comercios y bares había un cartel en el que se leía: SE RUEGA NO TOCAR EL TAMBOR EN EL INTERIOR. En algunos el ruego era más expeditivo y directamente se pasaba a la prohibición. No llegué a comprender el por qué de estos carteles hasta por la tarde. Después de dar un paseo por las inmediaciones del Mercado, regresé al restaurante del hotel. No me ofrecieron carta, directamente me leyeron el menú del día, ensalada especial y chuletillas con patatas. Antes de terminar le pregunté al camarero a qué hora empezaba la tamborrada, pues en el programa de la Semana Santa no estaba indicado. Me contestó:”No se preocupe, ¿ve usted esa mesa de ahí?”. Era la única mesa del local que tenía unos diez o doce comensales. “Pues ahí están comiendo el alcalde y los capitanes de las peñas y hasta que no terminen ellos aquí no empieza nada. Y todavía van por los aperitivos…”.
A las cinco de la tarde me dirigí a unos jardines al comienzo de la calle del Sol, que es donde me dijeron comienzan a reunirse las peñas para después ir calle arriba hasta la Plaza de la Iglesia y coger la calle El Rabal. Empezaron a acudir desde todas las bocacalles hacia el jardín peñas con sus estandartes, grupos de jóvenes, también familias enteras, desde los abuelos hasta los niños más pequeños y hasta personas solas de todas las edades, todos vestidos con una túnica negra, pañuelo rojo al cuello y con tambores de lo más variopinto que no dejaban de aporrear en ningún momento. Me sumergí en el mar de tambores que poco a poco se estaba formando y seguí una parte del recorrido como si yo fuera uno más de ellos. Vi a muchas familias desfilando en fila india con los niños pequeños delante, todos tocando el tambor. Había hombres solos, con aire de ausentes, pero siempre tocando el tambor. A algunos jóvenes les sangraban las manos y hasta habían manchado de sangre la piel del tambor, pero no por ello dejaban de tocarlo. El ruido, según avanzaba la tarde comenzaba a ser ensordecedor y tuve que escapar de la vorágine. Afortunadamente habían abierto la puerta de la Parroquia de la Asunción, en la misma plaza de la Iglesia y me introduje en ella para poder disfrutar de un momento de relativo menos ruido.
En la Iglesia se estaban preparando los desfiles procesionales del día. Estaban adornando los “pasos” portadores de las imágenes que iban a desfilar. Poco a poco acudían los nazarenos, los costaleros, las mujeres ataviadas con mantón de manila y teja, los monaguillos… y en la parte trasera de la Iglesia, en la calle, estaban esperando a que comenzara el desfile las bandas de tambores y cornetas, compuestas en gran número por niños. La banda de música esperaba al pie de la escalera que da acceso a la Iglesia para empezar a tocar en cuanto apareciera el primer vestigio del “paso” de turno.
Organizada la procesión, ésta inició su itinerario por las calles del barrio antiguo camino de la Ermita. Mientras tanto, los tamborileros arreciaban sus toques y parecían acompañar al desfile religioso desde las calles adyacentes, si bien muchos de ellos se habían posicionado de tal manera que iban como abriéndole paso en su recorrido.
Cerca de las 10 de la noche me alejé de la zona más ruidosa y busque refugio en el hotel. El restaurante estaba ahora lleno y apenas pude tomar unas tapas en un rincón de la barra. Cuando me retiré a dormir, me despedí del propietario del hotel, aquel que me atendió cuando llegué, preguntándole si el ruido de los tambores iba a durar toda la noche. Me contestó: “Hoy se acaba enseguida. Tendría que estar usted aquí el viernes y vería lo que es el ruido de los tambores”. Y dijo bien, vería, porque oírlo o escucharlo resulta imposible pues llega un momento en el que el ruido es tal, que te deja sordo como una tapia.

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  1. Anónimo 12 años ago

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