Amoríos del campo

Si se trata de costumbres hoy la mayoría de las zonas rurales ya están tan al día o más que las ciudades. Pero una de las cosas que más divierte a mis hijos adolescentes es oír contar a su abuela cómo su bisabuela -y a la sazón madre la susodicha abuela-, gestionaba los amoríos y noviazgos de sus hijas. Esto tenía lugar hace poco más de 50 años en el campo y en muchas zonas rurales de España.

Amoríos en el campo

«Entre las sillas que pase el gato». Sí esa era una frase que resume muy bien la forma en la que los novios debían «galantear» a sus novias y el limitadísimo contacto que podían tener antes de pasar por el sagrado sacramento del matrimonio establecido por la Santa Madre Iglesia.

Y es que incluso mediando compromisos formales de «ser novios», la novia se sentaban con su pretendiente en dos sillas puestas a tal efecto los patios de las casas y allí eran vigiladas cada instante por la madre. Jamás la pareja de novios podía estar «a solas». Y si las sillas se movían intentando arrimarse más de lo establecido, enseguida la madre gritaba: «Entre las sillas que pase el gato».

Llevarse a la novia

Pese a las limitaciones de estos contactos, la fuerza de la naturaleza siempre se acababa abriendo paso. Y si a una pareja de enamorados se le interponían padres, familias, cuestiones económicas (no tener dinero para casarse o celebrar una boda) una costumbre muy arraigada en el campo era «llevarse a la novia». Esto es una especie de «secuestro» de la novia por parte del novio pero con el consentimiento de ella.

La pareja se fugaba, la novia de iba de su casa sin avisar a la familia y sin que ésta pudiera hacer nada. Tras llevarse a la novia, el novio estaba comprometido a casarse con ella. No había otra opción.

Amores para toda la vida

Eran amores para toda la vida. En aquella España había pocos divorcios y separaciones. Y eso abundaban los matrimonios muy jóvenes, aparte que la limitadísima relación del noviazgo, apenas permitía concerse más allá de unos escasos encuentros y no menos limitadas conversaciones. Todas las chicas «decentes» llegaban vírgenes al matrimonio y la virginidad era un valor imprescindible en este tipo de sociedad.

Concebir hijos, hacer mil tareas de la casa, asegurando que cada día la comidas no faltaran de la mesa. Ayudar a las tareas del campo. Tener los hijos en casa, a veces con partos asistidos por mujeres de la familia, incluso sin comadrona. Una vida que a los 35 años ya había recorrido largos caminos que muchas mujeres inician hoy a dicha edad.

Penas y amoríos

Las duras tareas del campo, la falta de recursos, las carencias de los malos años, lo difícil de criar a los hijos, etc. Todo esto mezclaba una vida llena de amoríos y penas. El amor definía algo de pena y dolor. De lo contrario casi no era amor verdadero. Esto se reflejaba en las letras de las canciones que las mujeres cantaban:

«Mira para arriba y verás cuatro luceros juntos y en medio de ellos verás a mi corazón difunto que lo llevan a enterrar por culpa de tus disgustos»

«Dicen que el agua corriente quita las penas y da alegría yo me arrimaría a una fuente por ver si la pena mía se las lleva la corriente»

«A un pozo me fui a tirar y el agua subió para arriba y me senté en el brocal a contarle mis fatigas y el agua rompió a llorar»

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