Días alocados

Es un tópico decir que los españoles
son mejores celebrando que los ingleses, pero aún así, hay algo de
verdad en ello. Puede que tenga algo que ver con el clima -«norteños
tristes» y «latinos despreocupados»-, pero para los
bendecidos con el sol parece ser más natural disfrutar de la
compañía de amigos y familiares, y comer y beber durante horas en
un ambiente relajado, que para sus primos más helados del norte. Sin
embargo, hay excepciones a esta generalización. Como lo fue para
nosotros el fin de semana.

Conocemos a Philip y Enid desde que
eran estudiantes, hemos vivido en los mismos pueblos que ellos un par
de veces y, durante unos años, Philip, aunque seguía trabajando
como profesor, fue compañero mío en el equipo ministerial al que
ambos pertenecíamos. Estuvimos en su boda y también en las bodas de
tres de sus cuatro hijos. Compartimos las mismas ideas políticas y
sociales, así como religiosas; en otras palabras, los cuatro somos
igual de tolerantes o, como otros dirían, tenemos los mismos
prejuicios. Son una familia increíble y nos hemos sentido
privilegiados de estar cerca en los momentos importantes de su vida,
como el sábado.

Su hija mayor Rachel y su marido David
hicieron 25 años de casados y organizaron una increíble celebración
para conmemorar el evento el fin de semana. Tuvo lugar en el enorme
establo de lo que había sido una granja, en medio de la campiña.
Hubo champán como bienvenida, seguido de una comida de lujo y un
baile con una banda que tocaba country, a lo que todo el mundo
estaba invitado (yo me sumé un momento cuando me dijeron que era
fácil y el último baile; luego una o dos personas dijeron «bien
hecho», lo que me ayudó a recordar que era una de las personas
más mayores de todos los presentes).

Fue esta mezcla de
generaciones lo que hizo que la ocasión fuese tan especial para
nosotros. Solo había un puñado de gente de nuestra generación,
entre los más de un centenar de invitados; una gran cantidad de
personas de mediana edad y, al parecer, muchísimos niños, algunos
de ellos muy jóvenes. En realidad no eran tantos, pero estaban
disfrutando mucho de la noche, sin perderse un baile y, en ocasiones,
inventándose uno propio, y disfrutando del espectáculo de los
adultos que se comportaban como si fueran niños también.

Todavía
quedaban allí cuando nos marchamos y conducimos por el campo de
camino a casa a las 23:30h. Nuestro recuerdo imborrable fueron la
generosa hospitalidad y la buena compañía, pero para mí
especialmente, ver a esos niños felices. Lo peor de envejecer es
sentirse náufrago entre la gente de tu misma edad y alejado de las
personas más jóvenes. Sí, tenemos mucho en común, nosotros los
ancianos, pero si se nos deja a nuestro aire, corremos el riesgo de
alejarnos de esa compañía más rica a la que todos
pertenecemos.

Bryan

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