Una tarde del pasado mes de mayo viajé a Huesca en AVE. Porque el AVE llega hasta Huesca. Una vez al día y los viernes dos veces desde hace cinco años. La mayoría de los viajeros se apearon en Zaragoza, por lo que tan sólo llegamos al final del trayecto no más de treinta o cuarenta personas. No está mal. Vaya lujo para la ciudad. Madrid a poco más de dos horas.
Me encaminé hacia el hotel Abba Huesca que está muy cerquita de la estación y bastante bien situado, cerca del centro de la ciudad. En el lobby del hotel me fijé en una placa conmemorativa de su inauguración. Se abrió en el año 2007, con lo que me hizo pensar que la llegada del AVE había tenido algo que ver en su apertura, ya que era el único hotel de cuatro estrellas de la ciudad. Uno de tres estrellas estaba en ese momento cerrado por obras para adecuarlo a una categoría superior.
Bajé a cenar al restaurante del hotel que está anunciado como restaurante italiano y que como tal tiene una carta apropiada, pero el camarero, muy amable, me ofreció el menú del día en el que no había ni un solo plato de pasta. Siguiendo sus recomendaciones tomé una crema de calabacín, un codillo de cerdo y de postre peras al vino bañadas en chocolate. Estaba todo bastante aceptable pero la comida era muy abundante y me hizo pasar una noche algo pesada. En el restaurante había un grupo de turistas alemanes, que no habían venido en AVE, sino en un autocar que estaba estacionado en la puerta y dos mesas ocupadas, una por un caballero sólo y la otra por dos amigos que parecía que no se habían visto desde hacía un cierto tiempo y que resultaron ser los maquinistas del tren, según me informó el camarero. “Coinciden en este trayecto una vez al mes y vienen siempre aquí”, me dijo. “Hacen un ciclo de rutas distinto y cambian todos los días de trayecto. Debe ser por criterios de productividad de la empresa…”.

Lástima, sólo pude ver de lejos y entre andamios las tumbas de los artífices de la leyenda de la Campana de Huesca.
