La fiesta de las bodas de oro del sábado fue maravillosa. Dorothy y David son amigos desde los años 70, cuando los cuatro vivíamos y trabajábamos en el East End de Londres, ellos en Bow y nosotros en Poplar. Rara vez premiados, fue muy emocionante verlos a los dos con su familia, rodeados de los miembros de la iglesia a la que actualmente pertenecen y con gente como nosotros, que habíamos sido sus compañeros y amigos.
Entre la multitud encontré gente con la que había trabajado anteriormente, pero que no había visto desde hace años. Nos miramos mutuamente a través de las brumas del tiempo y las imperfecciones de la memoria. En algunos casos tardamos en reconocernos; en otros fue inmediato, pero volvimos a conectar unos con otros y aunque se habló de lo que habíamos hecho juntos en aquella época u observado con admiración lo que otros habían hecho, me sentí como si nos hubiéramos librado del nihilismo de la nostalgia. No era sólo el hecho de pensar en los viejos tiempos (y desear volver a donde ya no podremos estar nunca más), sino el reafirmar dónde seguimos estando política y teológicamente. Así que fue un redescubrimiento de valores y propósitos, pero también lo sentí como un redescubrimiento de mí mismo.
Gran parte del autoconocimiento proviene de las opiniones -buenas y malas- de otras personas. No es tan fácil, a medida que se envejece, tener la ventaja de esa perspectiva. El funeral al que voy a ir el viernes es de una viuda cuyo marido ejerció una gran influencia sobre mí. Fue el primer ministro que se fijó en mí y de quien he aprendido las formas en las que se puede realizar el trabajo. Eran una pareja sin hijos, pero cuya atención sin pretensiones y amistad sin exigencias -e ingenioso humor y afecto sin sentimentalismos- han sido una influencia importante en mi vida y mi trabajo y, sin duda, en la de muchos otros.
Conoceré a muy pocas personas en el servicio, pero espero que no sea como adentrarse en el pasado, sino que consista en otra celebración de los valores que definen amablemente mi vida.
Bryan