Una palabra resume aquel partido: Maracanazo. Y desde entonces, desde aquel año 1950, las grandes sorpresas futbolísticas, en cuanto a resultados de partidos se refiere, se bautizan de la misma manera. Un ejemplo es la victoria en la final de la Copa del Rey de 2002, en España, que enfrentó en el Santiago Bernabéu al Real Madrid y al Deportivo de la Coruña. Aquel año, se conmemoraban los cien años del equipo blanco, la final se celebraba en su estadio y el rival era propicio para un gran (y relativamente fácil) encuentro. Para regocijo de los merengues. Pero la realidad supera siempre a la ficción y el Depor se llevo la copa. El Centenariazo.
Bueno, pues algo así sucedió en Río de Janeiro a mediados del siglo pasado. Todos los elementos apuntaban en una dirección, en la victoria de la canarinha.
La selección aquella, la de Brasil, no era la de Pelé y compañía, ni la de principios de los 90 (con Romario y Bebeto a la cabeza de aquella fantástica escuadra), ni la de las R’s (Ronaldo, Rivaldo y Ronaldinho) que en 2002 le dieron a su país la quinta estrella del escudo, su quinto Mundial. Pero aquella selección era la mejor del momento. Y era la primera vez que se celebraba dicha competición en territorio carioca. Y cerca de 200.000 gargantas animaban sin cesar a los suyos. En frente, 50 seguidores uruguayos. El 1-2 final refleja a las claras que el balompié no es matemático.
Y nadie resumió mejor lo que se sintió aquella noche de verano que Alcides Ghiggia, autor del segundo gol de los rioplatenses. Él dijo: ... Jamás vi a tanta gente junta triste… Mi gol los silenció. Fue un silencio… ¿Cómo diría? … Ensordecedor. Les afectó tanto que Brasil jamás volvió a jugar con el uniforme que entonces llevaron, blanco con cuello azul… El pasado diciembre regresé a Maracaná para recibir un homenaje. Que me hicieran uno a mí, al verdugo, me emocionó muchísimo… Casi me sentí culpable.
Para lo bueno y para lo malo, el fútbol es una pasión. Y como tal, es incorregible.