La utilización de mascarillas, lavarse las manos a menudo, el distanciamiento social son algunos de los gestos que se han convertido en cotidianos tras el azote de la pandemia de la COVID-19. Estas medidas de prevención, que podríamos calificar ya de tradicionales, no se encuentran solas en la lucha contra el SARS-CoV-2. Las nuevas tecnologías pueden un papel fundamental en esta batalla que tantas vidas se ha cobrado.
La aplicación móvil de alerta de contagios Radar COVID, promovida por el Gobierno de España se pretende convertir en uno de los mecanismos tecnológicos más efectivos para minimizar el impacto de nuevos focos de contagio. Pero ¿cómo funciona esta app?
El funcionamiento de esta aplicación se basa en la voluntariedad y solidaridad de sus usuarios. Su descarga y uso es completamente potestativo, como también lo es la comunicación en la aplicación de un resultado positivo tras una prueba PCR. Deben ser los propios contagiados quienes voluntariamente digan que han contraído la enfermedad.
En caso de comunicación de un positivo la aplicación emitirá una alerta de riesgo alto a todos aquellos usuarios con los que la aplicación considere que haya existido un contacto de riesgo (menos de 2 metros durante al menos 15 minutos acumulados durante todo el día). Los usuarios que hayan recibido esta alerta deberán avisar a las autoridades sanitarias y mantenerse en cuarentena.
El desarrollo de esta aplicación no ha estado exento de críticas. La mayoría de éstas ponen la atención, como es habitual, en el impacto que podría tener en los derechos y libertades de los ciudadanos, en cuanto al tratamiento de su privacidad y sus datos personales. De nuevo el debate se reconduce a la dicotomía: seguridad versus libertad.
Sin embargo, pese a que, como en todas las redes de datos, la información es necesariamente recopilada y transmitida dentro del sistema, únicamente se transmiten códigos alfanuméricos aleatorios. Dentro de estos códigos, no existe ningún dato que permita identificar a los ciudadanos que utilizan esta aplicación. Además, el uso de la tecnología bluetooth impide la geolocalización de sus usuarios.
La aplicación arrancó su fase de prueba el pasado 29 de junio, en la que durante un mes se comprobó su eficacia frente a cuatro oleadas simuladas de rebrotes. El ministro de Sanidad, Salvador Illa, comunicó en la pasada rueda de prensa del 28 de agosto que la aplicación ya contaba con 2,7 millones de descargas y que se preveía que estuviese operativa en todas las comunidades para el 15 de septiembre.
La primera conclusión es que la aplicación llega tarde. Es innegable que la disponibilidad de esta app en los meses críticos de la pandemia en España hubiese sido determinante para la minimización de los contagios. Sin embargo, aunque sea tarde, se ha de poner en valor que la aplicación esté ya operativa.
Cuestión bien distinta será la de su efectividad. La voluntariedad en su uso, indispensable para salvaguardar las libertades de sus usuarios, compromete la efectividad de la aplicación. Es decir, la salvaguarda de unos derechos de los ciudadanos (el derecho a la intimidad, a la libertad en definitiva), choca contra otros derechos como el de la salud, o si se quiere, la seguridad sanitaria.
Se trata de un nuevo capítulo en un viejo debate: ¿hasta qué punto estamos dispuestos a renunciar a parte de nuestra libertad en favor de una mayor seguridad?
La respuesta no es sencilla y debe estar alejada de ideologías o sectarismos. Lo que resulta ciertamente curioso es que hasta los mayores defensores de la libertad, estén dispuestos a hacer una excepción en este caso. No son pocas las voces liberales que han manifestado su disposición a dar su brazo a torcer en este caso puntual. Entienden que nos encontramos en una situación absolutamente excepcional, en la que se puede entender una cesión de libertad a cambio de ganar en seguridad sanitaria. También llama la atención que los habituales liberticidas sean los más preocupados por los derechos individuales a la intimidad. Pero esto es otro debate en el que no corresponde entrar.