La educación y sus apariencias

Hace ya bastante tiempo que en la Argentina se viene pretendiendo cumplir un ciclo escolar de 180 días de clase. También, y no hace mucho, el propio Consejo Federal de Educación lo fijó como meta política para todas las jurisdicciones.

Es un modesto propósito si se lo compara con niveles de países con políticas educativas rigurosas y eficaces. Hasta está el caso de Cuba, sin entrar en los largos detalles y contradicciones que merecería el hablar de su régimen educativo, donde los alumnos del nivel secundario tienen – en promedio – dos veces y media más horas de clase que sus pares argentinos.

Pero ocurre que desde hace varios años siempre hay alguna o algunas provincias que por distintas causas, fundamentalmente por huelgas, no llegan a la cantidad de días fijados.

Esa merma ha tenido diversas magnitudes pero hubo un caso máximo en una provincia que apenas llegó a un poco más de la mitad, alrededor de cien días.

En aquel momento el gobierno provincial dictó una medida por la cual los alumnos fueron todos promovidos al nivel siguiente, sin más. Como si nada hubiera pasado.
Debe haber sido el ejemplo más categórico de ese tipo de educación en el que lo que importa es el certificado y en el cual el saber no significa tanto.

Pero la imaginación para justificar la carencia de medidas compensatorias ha sido muy rica. Frente a las ideas de prolongar el ciclo lectivo más allá de lo usual, a las de comenzar antes las clases en el año siguiente, a las de dar clases los sábados, a las de acortar las vacaciones de verano y a otras han surgido grandes magos de la pedagogía con soluciones muy imaginativas.

Han inventado núcleos de aprendizaje preferentes, algo así u otros elegantes nombres, intensificación de las tareas en la casa, vigorización en la impartición de contenidos en menos tiempo y otra serie de fórmulas con las cuales evitar actividades adicionales de los docentes, o de los dirigentes sindicales y de paso también satisfacer las ansiedades de muchos padres a los cuales sólo les importa el certificado.

Por añadidura están invalidando esa pretensión de tener 180 días de clases, para qué?
Esto es apariencia de la educación aunque más que ello es un autoengaño y cada vez da mayor certeza a aquello de que a la escuela se va para obtener un “papelito” y si de paso se aprende algo, mejor. En síntesis, una farsa.

Pobres Ministros de Educación aquellos a los cuales sus gobernantes sólo le piden que eviten conflictos y que gasten menos, como sea.

Pobre escuela que es rehen de los tironeos entre gremios y gobiernos y a la que se termina caricaturizando en el atentado a sus esencias.

Pero, especialmente, pobres los alumnos que – víctimas de este juego perverso de superficialidad – entran en el riesgo de carecer de los conocimientos necesarios para incorporarse a una sociedad cada más exigente.

Nuevamente en estos días se dan estos problemas en algunas provincias, con mayor o menor cuantía, pero problemas al fin y nuevamente surgen las mismas terribles ideas.


No envidio la responsabilidad, o la irresponsabilidad, de quienes con tanta ligereza se autojustifican en la negativa de imaginar alguna genuina y eficaz medida para compensar los días perdidos. Pero que sí saben apelar a alguna de esas brillantes ideas de aceleración entre las que está esa tan perversa de privilegiar núcleos de aprendizaje, con lo cual están diciendo que todos los demás conocimientos programados son prescindibles.

Se autojustifican políticamente sacando pecho de autoridad al anunciar que les descontarán salarialmente los días de huelga a los docentes, lo que será hasta la próxima negociación en la que cederán.

A los que verdaderamente se les descuenta y nunca más se les acreditará lo perdido es a los alumnos. Se les descontarán los tiempos necesarios para la educación prevista, pero tal vez no sea el momento de pensar en ellos.

Y lamentablemente es así porque han cambiado las cosas. El docente, tradicionalmente, – y de allí la fuerza vocacional que ha dado singularidad a la profesión – tuvo como compromiso único al alumno.

Cuando el sloganismo dirigencial lo convirtió en ”trabajador de la educación” vino ese falso progresismo de hacer creer que con esa “proletarización”, meramente nominal, se solucionaban todos los problemas. Lo que realmente ocurrió es que ese mismo sloganismo dirigencial le fijó otro eje del compromiso y ahora como proletario es con el patrón, con el que negocia sueldos y beneficios. Niños afuera.

Siempre me pareció valiosísimo el Estatuto del Docente y en varias oportunidades trabajé en sus mejoras y comenté sus alcances.

Frente a lo que ocurre cada vez nos urge más un Estatuto del Alumno en el que se reencontrarán con esos buenos maestros, esa mayoría que trabaja y no se aturde, manteniendo las básicas esencias vocacionales y la dignidad profesional.

Luis Antonio Barry
23 de noviembre de 2006

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