San Andrés de Masaccio

Cuentos de Navidad

Cuento de Navidad de Paula de Vich.

Ya que nadie me conoce, puedo decirles con toda la desfachatez del mundo que soy un ladrón. Pero no un ladrón cualquiera, vive Dios que no, yo robo obras de arte. Y tampoco obras de arte cualquiera, sino aquellas que me enamoran.

Un flechazo, como si de una mujer hermosa se tratara, y ya siento desde el fondo de mi corazón que esa preciosidad ha de ser mía.

Cuento navidad

A veces los motivos son otros, no solamente me subyuga la belleza de la obra, sino que se me cruzan otros motivos, por ejemplo aquel San Andrés de Masaccio, que tanto se parecía a mi abuelo Tomás. Mi abuelo Tomás, el ídolo de mi infancia… ¡Qué maravillosos cuentos de Navidad nos contaba cuando llegábamos a su casona de campo por vacaciones!

Tenía una voz bronca, oscura, y siempre acababa su narración con un canto que parecía más bien una salmodia al dios del trueno. Su voz era desgarrada, pero sus manos acariciaban tan suavemente como lo hacía la brisa de la mañana y nos arreglaba el embozo de aquellas sábanas tan suavemente que nos dejaba dormidos. Por eso quise robar aquel San Andrés que, además, estaba colgado en una sala anodina de un palacio que apenas se usaba. Un despilfarro.

Salí a robar en una noche de luna nueva, con la oscuridad como cómplice y compañera. No me fue difícil; comprobé previamente que los dueños casi nunca habitaban esta mansión, y yo sabía también que los guardeses andaban confiados porque allí nunca pasaba nada. ¡Y menos durante aquellas fiestas!

Hacía frío, ya cercana la Navidad. Pero esa noche sucedieron cosas extrañas, o al menos sí especiales. Yo soy una persona cuidadosa, respeto el orden y nunca hago el menor destrozo, como corresponde a un ladrón considerado y de buenas maneras. Y aunque el ambiente de aquella morada era gélido, la acumulación de muebles y objetos bellos me tenía prendido.

Me sentía bien y no deseaba salir de allí. Así que me senté en un sillón regio, elegante, pero incómodo del carajo; sin embargo no me levanté, ni siquiera cuando oí los pasos fuertes de una persona que se acercaba por detrás de mí.
Me quedé quieto. Al cabo de unas segundos vi aparecer a una mujer joven quien, con toda naturalidad y hasta parsimonia, se puso frente a mí. Nos miramos sin hacer ningún gesto extraño, todo parecía suceder de manera muy rara y como a cámara lenta. Al fin, dijo: ¿Has venido a robar? Al principio dudé, pero opté por la sinceridad, así que contesté: Sí. ¿Qué cosa?, dijo. El San Andrés, dije. Ella sonrió: Es falso, Bueno, respondí, el caso es que se trata de un robo sentimental; ese San Andrés se parece a mi abuelo, al que yo quería mucho…

Ella se sentó en el otro sillón y continuamos charlando. No sé cómo, pero pasaron las horas. Supimos el uno del otro y hasta hicimos planes, unos planes que en nada se parecían a los del resto de los mortales en una noche así, y es que quedamos en vernos allí a la noche siguiente, Noche Buena. Yo prometí llevar una botella de champan. Al salir, me advirtió: ¿No te llevas el cuadro? No te olvides de que es falso.

Sonreí para darle las gracias y antes de salir, ya por la puerta principal, me giré a mirarla. Era muy hermosa. Fácil robar esta vez, dijo. Yo asentí con otra sonrisa. Se me daba bien aquel gesto de galán cinematográfico.

Pero ya no la volví a ver más. Fui a la cita, claro que sí, ¿cómo no iba a ir? pero ella no estaba allí. Y pasé esa amarga y fría noche en vela con mi botella de champán francés esperando ser descorchada para redondear un momento de extraña felicidad. Recorrí todas las estancias llamándola por su nombre, pero no apareció. Me quedé triste, frustrado y también dormido en uno de aquellos sillones, con la desesperanzada botella de champan sobre la mesa…
Me desperté al alba. Había una tenue neblina, como una sábana sutil que me envolvía, y me pareció oír la voz bronca de mi abuelo Tomás susurrando un villancico de aquellos que él solía, mientras nos arropaba.

Nunca supe qué diablos había pasado aquella noche. Nunca… Fue como uno de esos tiempos muertos que uno jamás sabrá dónde vivió.
¡Ah! el cuadro de Masaccio que aquella bellísima mujer me regaló, era el auténtico. Ese que anda por ahí, es una copia. Buena al fin, pero no deja de ser una simple y triste copia.

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